Juan Cuq
Desde los mismos sectores interesados en condenar a los represores se escuchan ahora ciertos argumentos que llevarían a justificar la conveniencia de que estos criminales, responsables de gravísimos delitos, permanezcan detenidos en forma domiciliaria, es decir en su propia casa, junto a sus familiares y con todas las
comodidades que eso implica.
Entre las razones que se aducen para justificar que los autores de delitos de lesa humanidad cumplan prisión domiciliaria, se dice que, estando en una penitenciaría común, su grado militar les podría permitir hacer cuadrar a sus carceleros y darles órdenes que devendrían en una atención privilegiada.
Éste es un motivo que no puede sostenerse seriamente. Al menos no es suficiente como para que sea confrontado con la cuestión fundamental del más elemental criterio de Justicia: si se merecen cárcel común, deben ir a cárcel común. Es un asunto de principios; es una reivindicación fundamental; es el más elemental, a pesar de lo ínfimo, resarcimiento que esperan los familiares de las víctimas. Perpetua en cárcel común. En lo íntimo el concepto es “que se pudran en la cárcel” y está bien. Porque se quita la libertad a una persona que comete un delito con el objeto, teórico, de que le sirva para que recapacite, se arrepienta y adquiera un compromiso social de no volver a repetir su equivocado comportamiento.
El caso de quienes cometieron delitos de lesa humanidad, es decir los más graves de todos los delitos catalogados, que después de más de treinta años no han mostrado arrepentimiento, si no que aún los reivindican como correctos, no da el más mínimo margen para la clemencia. Son delincuentes irrecuperables y por ello muy peligrosos. Con su actitud están dejando constancia de que volverían a cometerlos. El encierro como castigo, tal como lo es el de vivir en una celda común, es lo menos que se puede pedir para que “paguen” en la tierra, mientras viven, por sus fechorías. Y al primer carcelero que le conceda el más mínimo privilegio, la sociedad lo debe sancionar de inmediato.
Pero además hay que indicar que un militar en cárcel común, difícilmente podrá construir poder interno como para que los otros presos comunes le permitan algún privilegio. Al menos por la condición de ex-militar. La única razón por la que uno de estos personajes podría obtener alguna ventaja en su vida de preso común sería por sus cojones, que es por lo único que se respeta a alguien en ese submundo. Y precisamente eso es lo que ninguno de estos pobres diablos tiene. Su terror a la cárcel común radica justamente en eso: en que van a tener que subordinarse al poder de los capangas de los internos.
Otra de las razones que se aduce para justificar su permanencia en el domicilio, en lugar de una celda de cárcel común, sería para que se conserven con buena salud y de esa manera estén en condiciones de enfrentar otros eventuales juicios por los muchos delitos que han cometido.
Tampoco ésta es una excusa valedera. A nadie que haya comprendido el sufrimiento que estos señores infligieron a sus víctimas se le puede ocurrir preocuparse por su salud. Ni aún para que “esté en condiciones de enfrentar futuros juicios”. Se repite aquí el concepto: “que se pudran en la cárcel”. Está claro que en ningún otro eventual juicio van a confesar nada, ni van a dilucidar algún caso. Nada se puede esperar que aporten si ya no lo aportaron. Entonces, si ya se los pudo enviar a la cárcel, que vayan a la cárcel y que de allí no salgan. Que paguen como deben pagar: con su encierro de por vida en la misma cárcel que sufren el resto de los delincuentes.
Ni éstas ni otras excusas deben admitirse. Esos feroces asesinos y torturadores, hoy patéticos viejos llorones, merecen estar encerrados por sus crímenes. Y un tribunal que se precie de representar la dignidad de la sociedad, no tiene otra alternativa que encerrarlos y cumplir precisamente con el mandato social: condenarlos a que “se pudran en la cárcel”.
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